jueves. 25.04.2024

En agosto de 2011, un equipo de arqueólogos que se encontraban investigando las fosas comunes del antiguo cementerio municipal de la ciudad de Palencia, se quedaron perplejos al encontrar un juguete rosa y amarillo chillón junto a uno de los cadáveres que habían sido enterrados. 

Una de las antropólogas que se encontraba en las excavaciones, Almudena García-Rubio comenta la sorpresa que supuso encontrarse el juguete en esas condiciones. Una investigación que ya de por sí era inquietante, pues más de 250 cuerpos asesinados a manos de los franquistas habían sido allí enterrados. "Parecía una broma", recuerda Almudena. 

El sonajero fue llevado al etnógrafo Fermín Leizaola, quien cortó un pedazo del plástico y lo acercó a una llama, en la que prendió rápidamente dejando un “característico olor a alcanfor”. Eso probaba que era de celuloide, un plástico desarrollado en 1870 muy usado en objetos cotidianos hasta los años setenta del siglo XX. El juguete podía ser de la época. “Este es el objeto más llamativo y conmovedor que haya podido salir de una fosa de la Guerra Civil”, opina García-Rubio, que destaca que es el único de este tipo recuperado en las más de 700 fosas exhumadas en España hasta la actualidad.

Este objeto ha sido la pieza indispensable para que toda una familia recupere la memoria de una historia que había sido olvidada. El cuerpo hallado era el de Catalina Muñoz, de 37 años y natural de Cevico de la Torre, un pueblo a 30 kilómetros de la capital palentina. Tenía cuatro hijos cuando fue asesinada y, el más pequeño, al que probablemente le pertenecía el sonajero, apenas tenía 9 meses. 

Aquel bebé es hoy un hombre de 83 años que vive en una casa humilde de la calle principal de Cevico de la Torre, con unos 400 habitantes. Habla poco, tiene la mirada fija y unas manos muy anchas de toda una vida trabajando, pues empezó a los ocho años. “Fui pastorcillo y luego trabajé en el campo. Nunca fui a la escuela”, explica en la cocina de su casa, donde vive con su mujer y con su hija Martina, de 56 años. “De mi madre no recuerdo nada", dice Martín de la Torre Muñoz. "No sé ni qué cara tenía, porque no tenemos ninguna foto suya, esa es la pena”, confiesa. Nunca pudo indagar sobre su madre y en la familia casi no se habló de lo sucedido.

Catalina no sabía leer ni escribir, pero sí firmar, según el sumario de su juicio, que se conserva en el archivo militar de Ferrol. Es fichada como una mujer de 1,51, morena, de pelo y ojos negros, de apodo Pitilina. El 5 de septiembre, ella testificó y firmó una declaración en la que admitía haber ido a manifestaciones, pero negaba el resto de acusaciones contra ella.

A pesar de la falta de pruebas, el tribunal la condenó por rebelión militar con la pena máxima. Murió el 22 de septiembre a las "cinco y treinta horas del día [...] por heridas producidas por arma de fuego de pequeño proyectil en cráneo y pecho”, según el detallado sumario, que coincide casi a la perfección con el análisis osteológico que hicieron los antropólogos en 2011 tras desenterrar su cadáver.

Unos pocos metros más abajo de la casa de Martín está la única familiar que recuerda a Catalina: Lucía, su hija y hermana de Martín. “Salió de casa corriendo con el niño y se cayó en la trasera de una casa y fueron a cogerla. Al niño no le pasó nada. Ella gastaba un delantal de medio cuerpo y pico negro para taparse. Es lo único que llevaba cuando salió de casa”, relata. Aunque no recuerda el sonajero, Lucía dice que es probable que su madre lo llevase en el bolsillo de ese mandil. "Tenía mucho genio, en eso me parezco a ella. Si le decían algo… Jesús. Y por eso la mataron. Desde hace unas semanas no paro de llorar acordándome", contaba Lucía. 

 

Catalina Muñoz, la mujer fusilada en 1936 y reconocida por llevarse un recuerdo de su bebé